Ayer se llegó M. a vernos. Venía sostenida del brazo porque aún no mueve bien la parte derecha del cuerpo. Se encontraba mejor y por eso había pedido que la trajeran.
Andaba despacio pero la sonrisa le precedía por el pasillo larguísimo y se colaba por las oficinas, más alegre y también más serena, sin chisporroteos, sin la impaciencia de antes, como a fuego lento.
Tenía tantas ganas de verla como miedo. En los cuatro meses transcurridos desde el diagnóstico feroz he dado muchos golpecitos al despacho abierto, vacío, inquietante como una carátula griega. No sé si los pudo oír desde la clínica pero esa era la oración que mejor me salía. La otra se enredaba con la hipocondría, el desconcierto y el temor a la oscuridad y acababa hecha un lío que Dios sabrá cómo interpretar. Pero los golpecitos, no; los golpecitos, un guiño, unas palabras breves: “Hola, M., ¿me oyes? Me estoy acordando de ti”.
Ayer, cuando se interesaba por mi trabajo y por mis padres, lo único importante en este mundo en aquel instante, cuando me prometía ilusionada rezar por ellos, cuando buscaba la palabra precisa como una estrella al borde del agujero negro, se rompió la máscara, se disolvió el terror nocturno.
Desde la orilla de su mirada tranquila, M. me sonreía y su mano derecha y poderosa tiraba de mí que me estaba hundiendo… y yo no lo sabía.
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