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M.

23 Oct

Ayer se llegó M. a vernos. Venía sostenida del brazo porque aún no mueve bien la parte derecha del cuerpo. Se encontraba mejor y por eso había pedido que la trajeran.

Andaba despacio pero la sonrisa le precedía por el pasillo larguísimo y se colaba por las oficinas, más alegre y también más serena, sin chisporroteos, sin la impaciencia de antes, como a fuego lento.

Tenía tantas ganas de verla como miedo. En los cuatro meses transcurridos desde el diagnóstico feroz he dado muchos golpecitos al despacho abierto, vacío, inquietante como una carátula griega. No sé si los pudo oír desde la clínica pero esa era la oración que mejor me salía. La otra se enredaba con la hipocondría, el desconcierto y el temor a la oscuridad y acababa hecha un lío que Dios sabrá cómo interpretar. Pero los golpecitos, no; los golpecitos, un guiño, unas palabras breves: “Hola, M., ¿me oyes? Me estoy acordando de ti”.

Ayer, cuando se interesaba por mi trabajo y por mis padres, lo único importante en este mundo en aquel instante, cuando me prometía ilusionada rezar por ellos, cuando buscaba la palabra precisa como una estrella al borde del agujero negro, se rompió la máscara, se disolvió el terror nocturno.

Desde la orilla de su mirada tranquila, M. me sonreía y su mano derecha y poderosa tiraba de mí que me estaba hundiendo… y yo no lo sabía.  

En el pecado, la penitencia

13 Jun

Iba de mañana rumiando agravios. Ya barruntaba yo que estos días habría marejadilla interior. Tomaba un agravio como se toma el aire o un bocado, con ansia: lo mascaba bien, tragaba, regurgitaba y vuelta a empezar.

En esas, el Gran Creativo me sorprende desde un cartel publicitario de no recuerdo qué nuevo producto: «¿Has probado alguna vez a decir lo que piensas?». Debe ser de esos anuncios sorpresivos que se van desvelando por fases, pero a mí ya me ha dicho todo de un golpe. No es la primera vez que utiliza esta técnica. Se ve que me ataca por la deformación profesional por si entra mejor la lección. Gran pedagogo.

Sonrío y acepto el reto. -¿De verdad quieres que diga toooodo lo que pienso? Te advierto que no estoy muy fina últimamente. Recuerda el lamentable episodio del almuerzo del lunes, la lengua viperina, sin cascabeleo avisador, aquel veneno mortal que primero me dejó tan perpleja como a los otros; luego me encastilló en la justificación –eco de aquel «la serpiente me engañó»- y por último me ofreció la hoja de parra para tapar mis vergüenzas.

-Ya mujer, pero es que depende de cómo se digan las cosas. No seas primaria. Entre envenenarte tú y envenenar a los demás hay un término medio. No basta con decir lo que se piensa. También hay que pensar lo que se dice.

-¡Muy bueno! Lo puedes anunciar mañana en un cartel para que lo lea quien yo me sé. Te brindo la idea: «¿Has probado alguna vez a pensar lo que dices?»

Se hace un suspiro y luego el silencio. Ensayo un mohín ufano y caprichoso, pero un pescozón me recuerda el ridículo de anteayer y las veces que tuve que pedir disculpas por mi falta pública de dominio.

Vale, tú ganas. «Ahora me duele el odgullo«, como a Guille cuando Mafalda le pregunta si le siguen doliendo los pies tras advertirle que lleva puestos los zapatos al revés.

Hay pecados que llevan en sí la penitencia. Espero que, al menos, resten purgatorio.

«Paulo Apostolo Mart»

25 Ene

San Pablo Extramuros me acoge en su cuadripórtico. La basílica apenas constantina alza su fachada y me cubre con su sombra un poco menos poderosa que la sombra curativa de San Pedro.

Bajo el altar mayor descansa el sarcófago de Paulo de Tarso recién autentificado por la Iglesia. Muchos siglos han pasado desde que el último peregrino rozó con fe sus reliquias para obtener el milagro. Hoy desciendo por el húmedo corredor para estrenar con mi mano el agujero de la losa del sepulcro.

“Paulo Apostolo Mart”. Pablo apóstol y mártir. Pero también Pablo fariseo, helenista y romano; Pablo perseguidor despiadado y celoso; Pablo derribado y ciego; Pablo viajero y predicador; Pablo desdichado y encadenado a sus miserias.

Pablo, al fin, columna de la Iglesia. Extraño gusto el de Dios. A mí también me atraen los santos defectuosos.

«Tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 14-15. 17-24).

Sería más fácil no andar atrapado entre el yo racionalista, voluntarista y sentimental. No estar sujeto al tiempo y al espacio. Determinar la voluntad por siempre. Sería más fácil ser ángel.

A través del tiempo me llega la sentencia de Nerón y el rumor del agua de Tre Fontana trae las palabras de Cristo Dios y Hombre verdadero susurradas a Pablo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Co 12, 9)

Poco antes de rodar la cabeza, aún tengo tiempo de escuchar el eco del testamento del apóstol de las gentes: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (II Timoteo 4,7).