
Baeza y Baena se escriben casi igual, aunque una está en Jaén y la otra en Córdoba. Ayer aparecían en la misma página del ABC a cuenta de la obligación de retirar los crucifijos, según dicta la futura Ley de Libertad Religiosa.
En Baeza hace dos años la imparable Junta de Andalucía ya exigió a los profesores la retirada de los crucifijos de las paredes de un colegio, el colegio de San Juan de la Cruz, para más INRI. Él que la amaba tanto que la llevaba en el nombre. A ver dónde está el guapo que es capaz de quitarla de ahí.
Los profesores se las han averiguado para que la cruz esté presente, aunque sea de quita y pon. Así que cada día tiene su propia cruz, su vía crucis, su procesión que va por dentro…del centro escolar.
Salen ganando. Quisieron prohibir también el canto de villancicos, las ofrendas florales y los belenes, pero lo único que han conseguido es exacerbar la curiosidad de los chavales por lo prohibido. Lo que son las cosas, con perdón: ahora, en clase, en lugar de mirar furtivamente revistas de cochinadas, los adolescentes se repartirán bajo cuerda estampas religiosas. Ya ocurrió en la época de la dominación comunista y seguimos sin hacer propósito de la enmienda.
En Baena, el alcalde socialista se ha negado a retirar del salón de plenos el crucifijo. Dice que “dado que la inmensa mayoría de los baenenses se consideran cristianos, este crucifijo ni atenta contra la Constitución ni mucho menos contra los derechos de los ciudadanos de Baena”.
Con sentido común y más razón que un santo añade guasón: “Basta con observar cómo ustedes corren debajo de los santos para portarles en procesión o cómo corren detrás del obispo para besar su mano”. Y cierra el tema: “Este Cristo estará aquí mientras yo sea alcalde”. Amén. Un aplauso a la sensatez.
Me recuerda a un episodio similar que viví hace más de diez años. Trabajaba yo en el Ayuntamiento de Gibraleón, que entonces estaba gobernado por el PP. En el pasillo de la zona noble, muy cerca del salón de plenos y del despacho de alcaldía, junto a mi oficina de prensa, había un ensanche del pasillo recubierto con un cortinón de terciopelo rojo. Delante, protegido por un cristal, estaba el Cristo del Cementerio (cuya imagen serena encabeza esta entrada), una talla del siglo XIII, de estilo gótico y tamaño natural, la mayor riqueza artística del municipio.
Era mi compañero de oficina, el más puntual. El primero que tenía la luz encendida cuando yo enfilaba el oscuro pasillo a eso de las 7.30 de la mañana. Siempre sospeché que se quedaba trabajando por las noches.
Ya entonces, la oposición y algunas autoridades eclesiásticas, según se dice, presionaron para que el Cristo se alojara en alguna iglesia, lugar que parecía más apropiado para que los fieles le rezaran, pero el alcalde decía que nones. Que el Cristo no se iba del Ayuntamiento mientras él estuviera allí.
Yo me alegraba porque no quería perder a un colega de trabajo tan especial. Junto a mi despacho estaba el servicio de obras y por allí pasaba medio Gibraleón a pedir licencia después de hacer una paradita delante del Señor.
Desde mi puesto de trabajo oía a los lugareños, olontenses, panzurranos, suspirar y musitar devotos sus oraciones.
Acuciada por la nostalgia, he buscado su paradero en internet y he sabido que a principios de agosto, la corporación actual, que es del PSOE, lo trasladó al Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico para su restauración. El alcalde -en aquellos tiempos compañero en la Agencia de Desarrollo Local- ha prometido que el Crucificado regresará a las dependencias municipales, pero, ay, no sé, con la manía que le han cogido a los crucifijos los gobiernos nacional y autonómico que tenemos, siento que me falla la fe. Aunque, mira tú el alcalde de Baena.
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