Café, necesito más café. No el purgante gélido que ingiero nada más despertar y que me da las fuerzas justas para encender el piloto automático; ni el ‘mediocafé’ con leche del desayuno que acaba de arrancarme del estado postraumático; ni el cafelito de la sobremesa que me sume en un letargo gatuno y pide a gritos el placer de la copa y el puro que no llegan.
¡Qué lejos de la verdad Mamá Inés, y Juan Luis Guerra y Juan Valdés! ¡Qué lejos los médicos agoreros! Nos han robado el talismán, el bálsamo de Fierabrás, la pócima de Astérix. Resulta que tengo un montón de problemas presentes y futuros que resolvería con una o dos tazas más de café.
Con más café, dice el reciente estudio “The Caffeine Advantage”, mejoraría mi maltrecha creatividad, la memoria próxima y la agudeza intelectual; perdería peso, mejoraría mi rendimiento atlético, afrontaría mejor los muchos momentos de fatiga, me adaptaría mejor al jet-lag, me deprimiría menos, aumentaría mi velocidad de reacción al volante o incluso frente a un toro, y estaría vacunada contra el cáncer de hígado y colon, la diabetes tipo 2 y el Parkinson.
Tanto progreso para advertir ahora las ventajas que bien conocían las cabras del pastor etíope Kaldi, allá por el año seiscientos, y el abad del monasterio –un ejemplo más de la relación entre cristianismo y progreso- y Mahoma, según cuenta la leyenda, y Balzac, Beethoven, Napoleón…
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