La entrada de mi amiga Anacó y el prólogo de Familias, de Natalia Ginzburg, me sugieren reflexiones sobre el proceso de escritura.
(Por cierto, escribe magníficamente la italiana, la admiro, pero me agota su insaciable capacidad de abundar en minidramas domésticos aunque sea desde una mirada amorosa y con intencionalidad. Ya me pasó con Las palabras de la noche).
“Escribir ‘por casualidad’ era dejarse llevar por el juego de la pura observación e invención, que se mueve a nuestro alrededor, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos son indiferentes. Escribir ‘no por casualidad’ era hablar solamente de aquello que amamos. La memoria es amorosa y nunca es casual. Hunde las raíces en nuestra propia vida, y por eso su elección nunca es casual, sino siempre apasionada e imperiosa. Lo pensé, pero después lo olvidé; más tarde me entregué, durante muchos años, al juego de la invención, pues creía poder inventar a partir de la nada, sin amor ni odio, entreteniéndome entre seres y cosas por los que no sentía más que una vaga curiosidad”.
(Familias, Natalia Ginzburg).
Como un buen guiso, el arte de escribir tiene su tiempo y su medida, y de nada sirve impacientarse ni forzar el proceso. Hay una diferencia fundamental con respecto al arte culinario, y es que en esta actividad no hay libro de recetas que consultar: “cada maestrillo tiene su librillo”.
En mi caso lo más importante es disponer de ingredientes escogidos con atención y mimo, como recuerdos imperecederos, imágenes de almacén, pensamientos de primera necesidad, conversaciones sustanciosas, frases aromáticas o lecturas bien maceradas.
El siguiente paso es una actitud habitual de atención por si alguno de esos ingredientes se destaca como principal para expresar aquello que quiero decir. Pero con una atención distraída -si cabe la contradicción-, que no influya en el desarrollo del curso natural de la idea y su asociación a otras afines.
Otra actitud fundamental es procrastinar, latinajo que suena a delito sin atenuantes y significa diferir, aplazar hasta el último momento la tarea: “deja para mañana lo que puedas hacer hoy”.
Hay que evitar a toda costa caer en la tentación de la diligencia, y mostrar un aparente desinterés, como marcan los códigos de la seducción. Como mucho, bastará un breve apunte.
A estas alturas, la idea ya está crecida y no se deja encasillar a priori sin perder espontaneidad; puede estar rodando por la mente horas, días, semanas e incluso meses mientras uno se dedica a otras cosas, pero no conviene quitarle ojo.
La idea madre y sus posibilidades de desarrollo serán las que marquen si lo que surgirá al final será poema, cuento, artículo, novela o simple apunte descriptivo. Para reconocerlo hace falta sentido del gusto y oído y no siempre se tiene para todo. Yo, por ejemplo lo tengo limitado para la poesía, no sé porqué, y encuentro graves dificultades en el desarrollo de la ficción narrativa.
Llegados a este punto, y simplificando el proceso, hay que encender el fogón y poner la olla a calentar, es decir sentarse a redactar y hacerlo de golpe, mejor si es bajo presión. Esa es mi experiencia.
Es la parte del proceso más laboriosa, más artesanal, más solitaria. Escribir, corregir, borrar, reescribir… La inspiración, si la hubo, se retira y hay que vivir de la visión, dejarse llevar por la coherencia interna del texto y al mismo tiempo estar abierto al cambio.
Y al final, dejar reposar, como un buen guiso.
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