Me voy a vestir de alegría. Me ayudará la túnica de tonos otoñales que compré hace unos días y que me sustrae del alcance de la tristeza, como las capas invisibles de los cuentos.
De sobra sé que es del interior del hombre de donde nacen el vicio y la virtud, pero a veces es preciso un conjuro para convencerse de que hay razones más que suficientes para ser feliz, y salvar así al alma de la parálisis melancólica.
De nada sirve analizar cuando pesan los días, las hosquedades y las quejas. Hay que empaquetar con decisión el traje fúnebre y echarlo al fuego, convencerse de que el invierno no es más que una estación y que nadie tiene derecho a hurtarnos la dicha. Lo único necesario es escoger la mejor parte. Y que se mueran los feos, los impacientes y los cenizos.
El traje de hada de los bosques me esperaba en el perchero de la tienda, con su escote de pico y su cenefa bajo el pecho; sus parches malvas, granates y mostazas de figuras geométricas y florales; sus volantes hasta el suelo.
Al verlo supe que me esperaba desde hacía décadas, que sólo yo podría sacarle toda su virtud.
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